martes, 9 de agosto de 2016

Platero y yo: la experiencia subjetiva-trascendente dentro del hecho estético

Lucía Andreina Parra Mendoza

Todo discurso estético surge de la sensibilidad del sujeto enunciante quien refleja en el mismo su representación de la realidad, el proceso de creación artística del discurso lírico se carga de significaciones a través de imágenes metafóricas para crear un universo simbólico mediante la mirada subjetivada del ser sensible en función de representar su realidad particularizada. La expresión sensible de la palabra poética es constante búsqueda de la armonía espiritual; nostalgia del paraíso como la llama Octavio Paz[1], simbolizada por las imágenes construidas desde el ser interior.
El texto “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez (1981), se construye a partir de las imágenes ensoñadas del ser enunciante, las cuales crean una representación de la realidad en función de las isotopías subjetivas que simbolizan los escenarios íntimos del sujeto. La ensoñación como proceso estético construye un universo simbólico que además le permite al sujeto transitar entre dos realidades –pasado/presente-, -infancia/adultez-, dos tiempos enunciativos recreados desde los espacios íntimos del ser; y donde también participa la nostalgia como isotopía subjetiva que desde la ensoñación, transforma la visión para producir el goce estético mediante un sinfín de imágenes metafóricas que por demás construyen un universo de significaciones para evocar el espacio desde la belleza y la tranquilidad que le brinda al sujeto la armonía espiritual.
A este respecto, intentaremos establecer la resignificación del texto poético a partir de los ejes significantes que se fundan como isotopías de la representación íntima del ser a través de un proceso de subjetivación en tanto experiencia estética, esto es, abordar la significancia del texto como expresión del ser desdoblado en el discurso mediante el proceso de interpretación que implica significar los espacios desde lo simbólico. Por lo tanto, recurrimos a la ontosemiótica[2] como metodología que privilegia al enunciante manifestado en la estructuración del texto, y como tal, permite abordar la significancia de los espacios que se simboliza más allá de lo bello y lo aparente; y nos permite indagar el discurso como necesidad subjetiva[3] del ser sensible, quien expresa su realidad subjetivada mediante la metaforización de los referentes.
En “Platero y yo”, los lugares de la enunciación en principio se describen desde tonalidades claras y oscuras, las imágenes poéticas muestran un ambiente de sombras que se representa a partir de diferentes metáforas del texto, como los fragmentos: “El Eclipse”, que a través de la transformación de la luz en oscuridad lo deja todo empequeñecido y triste, o en “Escalofrío”, el cual muestra prados soñolientos de humedad y silencio; y tales tonalidades se representan posteriormente en la imagen del sujeto enunciante a través del fragmento “El loco”, quien se describe a sí mismo vestido de luto, con barba nazarena y sombrero negro, como reflejo de sombras en el espacio de enunciación. No obstante, este mismo fragmento presenta el tránsito hacia un lugar de mayor armonía espiritual, el campo es espacio donde se despliegan los prados en su verdor e inmensidad, y se convierte en lugar de representación de sentido:
Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos - ¡tan lejos de mis oídos!- se abren notablemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan allá lejos, por las altas eras unos agudos gritos, velados, finamente entrecortados, jadeantes, aburridos, -¡el lo…co! ¡el lo…co! (1981: 20).
Ocurre un desplazamiento, un aislamiento del sujeto desde el lugar de las sombras hacia otro espacio que le brinda la armonía espiritual. El enunciante se desplaza del lugar oscuro y triste junto a Platero, se aísla hacia el lugar de la armonización para disfrutar del campo que le brinda la tranquilidad, serenidad, claridad, luz… En todo caso, el texto queda inmerso en un espacio donde la realidad comienza a transformarse, la inmensidad del campo despierta en el enunciante un proceso de transformación espiritual que se despliega en el discurso poético hacia una inequívoca búsqueda de la sublimidad del alma:
Parece, Platero, mientras suena el Ángelus que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia suba a las estrellas que se encienden ya entre rosas… más rosas… tus ojos que tu no ves, Platero y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas (1981: 23).
En este sentido, la vida del enunciante junto a Platero pierde su fuerza cotidiana, lo inmediato es desplazado y cobran vida los elementos del espacio íntimo, donde comienzan a operar las isotopías de lo subjetivo en el campo de la representación, y desde ahí, una fuerza interior se hace más altiva, más constante, más pura; y las metáforas utilizadas a lo largo del texto lírico dan muestra de esta necesidad de representarse desde la interioridad en armonización con los elementos simbólicos que se describen en el campo como lugar de representación en función de la sublimidad y la pureza.
Por lo tanto, a partir de esta búsqueda se representan diferentes imágenes metafóricas desde las cuales se ubica el enunciante para representarse dentro del texto, como ocurre en el fragmento “La Azotea”, lugar que indica altura, y en el cual se posiciona el enunciante para mirar la realidad “como al lado mismo del cielo” (1981: 35), desde allí, todo lo de abajo desaparece: la vida ordinaria, las palabras, los ruidos… todo lo que indique desarmonía desaparece para el enunciante que desde su posición de altura comienza un proceso de contemplación de las imágenes que le son gratas a su corazón.
Mediante dicha contemplación, se crea un proceso de subjetivación de la realidad a través de la ensoñación, es la necesidad subjetiva del ser por representar las imágenes sensibles desde su mirada subjetivada, tal como ocurre en el fragmento “La verja cerrada”:
¡Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella se veían! Era como si una techumbre y una pared de ilusión quitaran de lo demás el espectáculo, para dejarlo solo a través de la verja cerrada…
 …En mis sueños, con las equivocaciones del pensamiento sin cauce la verja daba a los más prodigiosos jardines, a los campos más maravillosos… Y así como una vez intenté fiado en mi pesadilla, bajar volando la escalera de mármol, fui, mil veces, con la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella lo que mi fantasía mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a la realidad… (1981: 37).
Esto es, la realidad percibida desde un proceso de subjetivación como necesidad del ser, que además representa a partir de este fragmento una evocación de la infancia, como un retornar del sujeto hacia sí mismo, pero también, a manera de expresión de la afectividad del espacio a través de la memoria; es la subjetivación de la realidad mediante las imágenes ensoñadas, los paisajes que el enunciante evoca son objetos estéticos transformados desde la realidad percibida a través de la verja como metáfora de ventana que le sirve para mirar la realidad del pasado, y en este sentido, la visión es transformada por la subjetividad del enunciante, que desde la memoria de la infancia representa un estado del ser que le permite construir un universo simbólico profundamente cargado de sentido.
¡Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido! Todo va y viene en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como estampa momentánea de la fantasía… Y anda uno semiciego, mirando tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la carga de imágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta y poniéndola en una orilla verdadera, la poesía, que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada (1981: 86-87). 
Retornar a la infancia es volcar la mirada hacia el interior, es mirarse a sí mismo  desde la necesidad de buscar la pureza del alma en los encantos de la niñez, pues en la adultez solo hay soledad, tristeza... Por lo tanto, son dos tiempos enunciativos que se transfiguran en estados íntimos del ser representados a través de las imágenes poéticas “Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una cuna que fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol” (1981: 94). A este respecto, la metáfora de la cuna que se mece representa el movimiento pendular entre dos estados anímicos del sujeto: -sol: luz/alegría y sombra: oscuridad/tristeza-. En esa ambivalencia se mueve la realidad inmediata del sujeto, donde ir al pasado a través de la memoria le permite crear un imaginario como universo simbólico; es un retornar al yo en tanto necesidad subjetiva para recrear los espacios desde el tiempo íntimo.
Y en este proceso se produce el goce estético, la intencionalidad del hecho estético es producir placer desde las imágenes de lo bello, donde a su vez, dichas imágenes son impregnadas de lo sensible, pues la realidad percibida es transfigurada por la visión del ser, ocurriendo entonces una estética del sujeto[4], el estado del ser transforma su visión transfigurando la realidad desde la mirada subjetivada, la realidad la hace suya y las imágenes metafóricas se hacen eco de su interioridad. Las imágenes poéticas que se concatenan para significar los espacios de la interioridad del ser son significadas más allá de la realidad inmediata para cargarse de un significado profundamente simbólico.
El sol le da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros contemplan arrobados (…)
-Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su mano mi alma” (1981: 57-58).

Las metáforas de los remansos de agua tienen una carga significante para el yo poético, desde el texto, la imagen del agua se refleja como una especie de fuente donde el enunciante busca reflejar su alma. A decir de Bachelard (1978), el agua es uno de los símbolos arquetípicos del alma, y en el texto, esta imagen se refleja en función de la pureza y la transparencia. En este sentido, el enunciante busca significar la transparencia de su alma pura como sentido simbólico a través de las distintas imágenes que se significan en el texto poético “Mira esta rosa, tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la mía” (1981: 138).
Las imágenes de lo bello representadas en el paisaje se proyectan hacia lo sublime como procedimiento estético y se cargan de un profundo sentido simbólico a partir de la sensibilidad del ser. El paisaje es objeto estético pero ocurre posteriormente una estética del sujeto a través del estado en que queda éste sumido por el esplendor que le brinda la naturaleza, que sin duda es un momento de armonización y reencuentro consigo mismo, donde además, observa la realidad en función de la trascendencia:
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. (…).
El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño, ruidoso y monumental. Se dijera a cada instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado… La tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita, pacífica, insondable… (1981: 33).
En este sentido, lo sublime como particularización de la realidad establece un proceso de conversión hacia el hecho trascendente, el procedimiento estético describe lo bello en función de lo impregnado a ello por el sujeto, las isotopías de lo subjetivo son exaltadas desde la mirada del enunciante; es lo sublime que se carga de las formas de lo bello.
La necesidad de reencontrar la alegría, la vida, el sentimiento de la vida verdadera se refleja a través de las imágenes poéticas simbolizadas desde el hecho estético, y donde principalmente adquiere significancia la imagen de Platero, que además de ser el amigo paciente y reflexivo, amable, tierno; trasciende las características de un simple asno para convertirse en objeto subjetivado. Desde lo simbólico, Platero es imagen cargada de sentido para el enunciante, tal como se refiere en el fragmento “El vergel”, donde el yo poético mira más allá de su imagen física porque para su conciencia subjetiva[5], éste representa algo más que un simple burro, Platero es objeto afectivizado/subjetivado cargado de un profundo sentido simbólico en tanto que representa la proyección del alma del sujeto.
Pero además, desde la descripción inicial de Platero “tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…” (1981: 15), la imagen simboliza la conexión con el mundo primordial –la infancia-, pues Platero es imagen subjetivada que permanece en el tiempo como el “amigo del viejo y del niño” (1981: 72), por ello, Platero se convierte en una especie de puente conector entre ambos espacios/tiempos de enunciación, trasciende sus características físicas para convertirse en objeto subjetivado “Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste tantas veces mi alma, -¡solo mi alma!-”. (1981: 155). En todo caso, Platero representa la proyección del enunciante significado como un alma pura y noble, y hacia esa significancia se dirigen las imágenes metafóricas del texto en tanto búsqueda de la armonía espiritual como necesidad subjetiva del ser enunciante.
Platero es imagen que se mueve entre la evocación y la realidad inmediata; desde las imágenes exaltadas del pueblo moguereño y el recuerdo de la infancia, Platero se convierte en la corporeización de la nostalgia a partir del cual se evocan las vivencias del corazón del yo poético que han sido transfiguradas desde la realidad subjetivada para aprehenderlas en su memoria y mantenerlas vivas en el tiempo.

Referencias bibliográficas:
·         Bachelard, G. (1978). El agua y los sueños. México: Fondo de Cultura Económica.
·         Greimas, A. J. (1987). De la imperfección. México: Fondo de Cultura Económica.
·   Hernández, Luis. J. (2013). Hermenéutica y Semiosis en la red intersubjetiva de la nostalgia. Mérida: Vicerrectorado Administrativo, Universidad de Los Andes.
·         Jiménez, J. R. (1981). Platero y Yo. México: Editores Mexicanos Unidos.
·         Paz, Octavio. El arco y la lira.




[1] Paz, Octavio. El arco y la lira.
[2] Esta acepción la maneja Luís Javier Hernández Carmona (2013) como propuesta metodológica que privilegia al ser sensible expresado en consonancia con la estructuración del texto, y lo enfoca desde los planos subjetivos como espacio de enunciación; y tiene como fundamentales isotopías de análisis la intrasubjetividad y la intersubjetividad.
[3] Esta categoría es manejada por Luis Javier Hernández Carmona (2013) para referir a las representaciones del sujeto que surgen de la sensibilidad y se exteriorizan para expresar la realidad subjetivada desde los lenguajes simbólicos revelando la representación de lo patémico en la necesidad de significar en el mundo.

[4] Greimas, A. J. (1997). De la imperfección.
[5] Hernández Carmona (2013)

No hay comentarios:

Publicar un comentario