Lucía Andreina Parra Mendoza
Todo discurso estético surge de la sensibilidad del
sujeto enunciante quien refleja en el mismo su representación de la realidad, el
proceso de creación artística del discurso lírico se carga de significaciones a
través de imágenes metafóricas para crear un universo simbólico mediante la
mirada subjetivada del ser sensible en función de representar su realidad
particularizada. La expresión sensible de la palabra poética es constante
búsqueda de la armonía espiritual; nostalgia del paraíso como la llama Octavio
Paz[1],
simbolizada por las imágenes construidas desde el ser interior.
El texto “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez (1981),
se construye a partir de las imágenes ensoñadas del ser enunciante, las cuales
crean una representación de la realidad en función de las isotopías subjetivas que
simbolizan los escenarios íntimos del sujeto. La ensoñación como proceso
estético construye un universo simbólico que además le permite al sujeto
transitar entre dos realidades –pasado/presente-, -infancia/adultez-, dos
tiempos enunciativos recreados desde los espacios íntimos del ser; y donde también
participa la nostalgia como isotopía subjetiva que desde la ensoñación, transforma
la visión para producir el goce estético mediante un sinfín de imágenes
metafóricas que por demás construyen un universo de significaciones para evocar
el espacio desde la belleza y la tranquilidad que le brinda al sujeto la
armonía espiritual.
A este respecto, intentaremos establecer la
resignificación del texto poético a partir de los ejes significantes que se
fundan como isotopías de la representación íntima del ser a través de un
proceso de subjetivación en tanto experiencia estética, esto es, abordar la
significancia del texto como expresión del ser desdoblado en el discurso mediante
el proceso de interpretación que implica significar los espacios desde lo
simbólico. Por lo tanto, recurrimos a la ontosemiótica[2]
como metodología que privilegia al enunciante manifestado en la estructuración
del texto, y como tal, permite abordar la significancia de los espacios que se
simboliza más allá de lo bello y lo aparente; y nos permite indagar el discurso
como necesidad subjetiva[3]
del ser sensible, quien expresa su realidad subjetivada mediante la
metaforización de los referentes.
En “Platero y yo”, los lugares de la enunciación en
principio se describen desde tonalidades claras y oscuras, las imágenes
poéticas muestran un ambiente de sombras que se representa a partir de
diferentes metáforas del texto, como los fragmentos: “El Eclipse”, que a través
de la transformación de la luz en oscuridad lo deja todo empequeñecido y
triste, o en “Escalofrío”, el cual muestra prados soñolientos de humedad y
silencio; y tales tonalidades se representan posteriormente en la imagen del
sujeto enunciante a través del fragmento “El loco”, quien se describe a sí
mismo vestido de luto, con barba nazarena y sombrero negro, como reflejo de
sombras en el espacio de enunciación. No obstante, este mismo fragmento
presenta el tránsito hacia un lugar de mayor armonía espiritual, el campo es
espacio donde se despliegan los prados en su verdor e inmensidad, y se convierte
en lugar de representación de sentido:
Delante
está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil,
mis ojos - ¡tan lejos de mis oídos!- se abren notablemente, recibiendo en su
calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el
sinfín del horizonte…
Y quedan allá lejos,
por las altas eras unos agudos gritos, velados, finamente entrecortados,
jadeantes, aburridos, -¡el lo…co! ¡el lo…co! (1981:
20).
Ocurre un desplazamiento, un aislamiento del sujeto
desde el lugar de las sombras hacia otro espacio que le brinda la armonía
espiritual. El enunciante se desplaza del lugar oscuro y triste junto a
Platero, se aísla hacia el lugar de la armonización para disfrutar del campo
que le brinda la tranquilidad, serenidad, claridad, luz… En todo caso, el texto
queda inmerso en un espacio donde la realidad comienza a transformarse, la
inmensidad del campo despierta en el enunciante un proceso de transformación
espiritual que se despliega en el discurso poético hacia una inequívoca
búsqueda de la sublimidad del alma:
Parece, Platero,
mientras suena el Ángelus que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y
que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que
todo, como en surtidores de gracia suba a las estrellas que se encienden ya
entre rosas… más rosas… tus ojos que tu no ves, Platero y que alzas mansamente
al cielo, son dos bellas rosas (1981: 23).
En este sentido, la vida del enunciante junto a
Platero pierde su fuerza cotidiana, lo inmediato es desplazado y cobran vida
los elementos del espacio íntimo, donde comienzan a operar las isotopías de lo
subjetivo en el campo de la representación, y desde ahí, una fuerza interior se
hace más altiva, más constante, más pura; y las metáforas utilizadas a lo largo
del texto lírico dan muestra de esta necesidad de representarse desde la
interioridad en armonización con los elementos simbólicos que se describen en
el campo como lugar de representación en función de la sublimidad y la pureza.
Por lo tanto, a partir de esta búsqueda se
representan diferentes imágenes metafóricas desde las cuales se ubica el
enunciante para representarse dentro del texto, como ocurre en el fragmento “La
Azotea”, lugar que indica altura, y en el cual se posiciona el enunciante para
mirar la realidad “como al lado mismo del
cielo” (1981: 35), desde allí, todo lo de abajo desaparece: la vida
ordinaria, las palabras, los ruidos… todo lo que indique desarmonía desaparece
para el enunciante que desde su posición de altura comienza un proceso de
contemplación de las imágenes que le son gratas a su corazón.
Mediante dicha contemplación, se crea un proceso de
subjetivación de la realidad a través de la ensoñación, es la necesidad
subjetiva del ser por representar las imágenes sensibles desde su mirada
subjetivada, tal como ocurre en el fragmento “La verja cerrada”:
¡Qué mágico embeleso
ver, tras el cuadro de hierros de la verja, el paisaje y el cielo mismos que
fuera de ella se veían! Era como si una techumbre y una pared de ilusión
quitaran de lo demás el espectáculo, para dejarlo solo a través de la verja
cerrada…
…En mis sueños, con las equivocaciones del
pensamiento sin cauce la verja daba a los más prodigiosos jardines, a los
campos más maravillosos… Y así como una vez intenté fiado en mi pesadilla,
bajar volando la escalera de mármol, fui, mil veces, con la mañana, a la verja,
seguro de hallar tras ella lo que mi fantasía mezclaba, no sé si queriendo o
sin querer, a la realidad… (1981: 37).
Esto es, la realidad percibida desde un proceso de
subjetivación como necesidad del ser, que además representa a partir de este fragmento
una evocación de la infancia, como un retornar del sujeto hacia sí mismo, pero
también, a manera de expresión de la afectividad del espacio a través de la
memoria; es la subjetivación de la realidad mediante las imágenes ensoñadas,
los paisajes que el enunciante evoca son objetos estéticos transformados desde
la realidad percibida a través de la verja como metáfora de ventana que le
sirve para mirar la realidad del pasado, y en este sentido, la visión es
transformada por la subjetividad del enunciante, que desde la memoria de la
infancia representa un estado del ser que le permite construir un universo
simbólico profundamente cargado de sentido.
¡Qué encanto este de
las imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido!
Todo va y viene en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como
estampa momentánea de la fantasía… Y anda uno semiciego, mirando tanto adentro
como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la carga de imágenes de
la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta y poniéndola en una orilla
verdadera, la poesía, que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada (1981:
86-87).
Retornar a la infancia es volcar la mirada hacia el
interior, es mirarse a sí mismo desde la
necesidad de buscar la pureza del alma en los encantos de la niñez, pues en la
adultez solo hay soledad, tristeza... Por lo tanto, son dos tiempos
enunciativos que se transfiguran en estados íntimos del ser representados a
través de las imágenes poéticas “Las
grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol viejo, me enlutan o me
deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una cuna que fuese del sol a la
sombra, de la sombra al sol” (1981: 94).
A este respecto, la metáfora de la cuna que se mece representa el movimiento
pendular entre dos estados anímicos del sujeto: -sol: luz/alegría y sombra: oscuridad/tristeza-.
En esa ambivalencia se mueve la realidad inmediata del sujeto, donde ir al
pasado a través de la memoria le permite crear un imaginario como universo
simbólico; es un retornar al yo en tanto necesidad subjetiva para recrear los
espacios desde el tiempo íntimo.
Y en este proceso se produce el goce estético, la
intencionalidad del hecho estético es producir placer desde las imágenes de lo
bello, donde a su vez, dichas imágenes son impregnadas de lo sensible, pues la
realidad percibida es transfigurada por la visión del ser, ocurriendo entonces
una estética del sujeto[4],
el estado del ser transforma su visión transfigurando la realidad desde la
mirada subjetivada, la realidad la hace suya y las imágenes metafóricas se
hacen eco de su interioridad. Las imágenes poéticas que se concatenan para
significar los espacios de la interioridad del ser son significadas más allá de
la realidad inmediata para cargarse de un significado profundamente simbólico.
El sol le da al niño en
la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene
la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un tembloroso
palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros contemplan arrobados (…)
-Platero, no sé si
entenderás o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su mano mi alma” (1981:
57-58).
Las metáforas de los remansos de agua tienen una
carga significante para el yo poético, desde el texto, la imagen del agua se
refleja como una especie de fuente donde el enunciante busca reflejar su alma. A
decir de Bachelard (1978), el agua es uno de los símbolos arquetípicos del alma,
y en el texto, esta imagen se refleja en función de la pureza y la
transparencia. En este sentido, el enunciante busca significar la transparencia
de su alma pura como sentido simbólico a través de las distintas imágenes que
se significan en el texto poético “Mira
esta rosa, tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la
nueva flor brillante, como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la
mía” (1981: 138).
Las imágenes de lo bello representadas en el paisaje
se proyectan hacia lo sublime como procedimiento estético y se cargan de un
profundo sentido simbólico a partir de la sensibilidad del ser. El paisaje es
objeto estético pero ocurre posteriormente una estética del sujeto a través del
estado en que queda éste sumido por el esplendor que le brinda la naturaleza,
que sin duda es un momento de armonización y reencuentro consigo mismo, donde
además, observa la realidad en función de la trascendencia:
Yo me quedo extasiado
en el crepúsculo. (…).
El paraje es conocido,
pero el momento lo trastorna y lo hace extraño, ruidoso y monumental. Se dijera
a cada instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado… La tarde se
prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita,
pacífica, insondable… (1981: 33).
En este sentido, lo sublime como particularización
de la realidad establece un proceso de conversión hacia el hecho trascendente,
el procedimiento estético describe lo bello en función de lo impregnado a ello
por el sujeto, las isotopías de lo subjetivo son exaltadas desde la mirada del
enunciante; es lo sublime que se carga de las formas de lo bello.
La necesidad de reencontrar la alegría, la vida, el
sentimiento de la vida verdadera se refleja a través de las imágenes poéticas
simbolizadas desde el hecho estético, y donde principalmente adquiere
significancia la imagen de Platero, que además de ser el amigo paciente y
reflexivo, amable, tierno; trasciende las características de un simple asno
para convertirse en objeto subjetivado. Desde lo simbólico, Platero es imagen
cargada de sentido para el enunciante, tal como se refiere en el fragmento “El
vergel”, donde el yo poético mira más allá de su imagen física porque para su
conciencia subjetiva[5],
éste representa algo más que un simple burro, Platero es objeto
afectivizado/subjetivado cargado de un profundo sentido simbólico en tanto que
representa la proyección del alma del sujeto.
Pero además, desde la descripción inicial de Platero
“tierno y mimoso igual que un niño, que
una niña…” (1981: 15), la imagen simboliza la conexión con el mundo
primordial –la infancia-, pues Platero es imagen subjetivada que permanece en
el tiempo como el “amigo del viejo y del
niño” (1981: 72), por ello, Platero se convierte en una especie de puente
conector entre ambos espacios/tiempos de enunciación, trasciende sus
características físicas para convertirse en objeto subjetivado “Dulce Platero trotón, burrillo mío, que
llevaste tantas veces mi alma, -¡solo mi alma!-”. (1981: 155). En todo
caso, Platero representa la proyección del enunciante significado como un alma
pura y noble, y hacia esa significancia se dirigen las imágenes metafóricas del
texto en tanto búsqueda de la armonía espiritual como necesidad subjetiva del
ser enunciante.
Platero es imagen que se mueve entre la evocación y
la realidad inmediata; desde las imágenes exaltadas del pueblo moguereño y el
recuerdo de la infancia, Platero se convierte en la corporeización de la
nostalgia a partir del cual se evocan las vivencias del corazón del yo poético que
han sido transfiguradas desde la realidad subjetivada para aprehenderlas en su
memoria y mantenerlas vivas en el tiempo.
Referencias
bibliográficas:
·
Bachelard,
G. (1978). El agua y los sueños.
México: Fondo de Cultura Económica.
·
Greimas,
A. J. (1987). De la imperfección.
México: Fondo de Cultura Económica.
· Hernández, Luis. J.
(2013). Hermenéutica y Semiosis en la red
intersubjetiva de la nostalgia. Mérida: Vicerrectorado Administrativo,
Universidad de Los Andes.
·
Jiménez, J. R.
(1981). Platero y Yo. México: Editores
Mexicanos Unidos.
·
Paz, Octavio. El
arco y la lira.
[1] Paz, Octavio. El
arco y la lira.
[2] Esta
acepción la maneja Luís Javier Hernández Carmona (2013) como propuesta
metodológica que privilegia al ser sensible expresado en consonancia con la
estructuración del texto, y lo enfoca desde los planos subjetivos como espacio
de enunciación; y tiene como fundamentales isotopías de análisis la
intrasubjetividad y la intersubjetividad.
[3] Esta categoría es manejada
por Luis Javier Hernández Carmona (2013) para referir a las representaciones
del sujeto que surgen de la sensibilidad y se exteriorizan para expresar la
realidad subjetivada desde los lenguajes simbólicos revelando la representación
de lo patémico en la necesidad de significar en el mundo.
[4] Greimas, A. J. (1997).
De la imperfección.
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