martes, 9 de agosto de 2016

Las pasiones y la deformación moral dentro de la obra dramática "Las Meninas" de Antonio Buero Vallejo

Lucía Andreina Parra Mendoza

            El texto dramático “Las Meninas” de Antonio Buero Vallejo, presentada al público en 1960, surge como una recreación del cuadro del español Diego Velázquez, pintor de cámara del Rey Felipe IV. Desde la dialogicidad entre discurso pictórico y discurso dramático, el de Buero Vallejo se presenta a manera de drama histórico recreado a partir de la circunstancia histórica del momento. Tal como se ha referido por distintos autores, el cuadro de Velázquez surge dentro de una realidad histórica de la España del siglo XVII, donde los personajes representados en la escena del cuadro son parte fundamental del contexto de la época, elemento que sin duda es tomado por el dramaturgo Buero Vallejo para crear su obra dramática, lo que nos permite introducir el texto dentro de una formación social en un momento histórico determinado, aspecto fundamental a considerar en el estudio de la obra dramática de la manera como lo apunta Fernando del Toro en su texto Semiótica del Teatro.

            En el texto de Buero Vallejo se da vida a los personajes representados en el cuadro, la configuración de las acciones recrean el drama de la vida del pintor y el conflicto que se presenta alrededor de distintos elementos que formaron parte de la realidad histórica de la España del siglo XVII durante el reinado de Felipe IV. No obstante, además de los personajes y las circunstancias históricas del momento, se introducen también otros personajes que dan vida al drama, creando así la verdad literaria del discurso dramático.

            En todo caso, el texto dramático se mueve entre la verdad histórica y la verosimilitud, y ello se deja ver desde el inicio a través del personaje Martín “¿No conocen la historia? Yo finjo muchas pero esta pudo ser verdadera. ¿Quién dice que no?”. De esta manera, el constructo literario del texto dramático recrea la historia de los personajes representados en la escena mediante quienes se construye una realidad literaria en función de la cotidianidad en la vida del Palacio.

            En “Las Meninas” de Buero Vallejo se muestran distintos caracteres en los personajes a través de sus acciones, los cuales permiten establecer relaciones de significación desde donde adquiere sentido la historia; las marcas o huellas del discurso producidas mediante personajes, diálogos, acotaciones, entre otros, se insertan en el texto dramático haciendo posible estudiar la significancia producida más allá de lo aparente; y es a partir de dichos elementos que nos interesa indagar el texto, donde el hecho literario refleja diversas temáticas mediante las cuales se hace posible abordar la obra.

            Cabe destacar que siendo este un drama histórico, las acciones de los personajes dan cuenta de la realidad de su momento histórico que surge como intencionalidad al poner de relieve dichas acciones desde la obra dramática. Por lo tanto, nos interesa destacar aquí uno de los temas que se configuran mediante las  acciones de los personajes, como lo es el desborde de las pasiones, entendidas éstas en tanto acciones humanas que generan conflictos en la vida de los personajes, como lo vemos por ejemplo a través de Doña Juana Pacheco, esposa de Diego Velázquez, quien movida por los celos traiciona a su marido, dejándose llevar por la manipulación de sus enemigos, específicamente Don José Nieto, primo del pintor, quien llevado por la envidia ha sido capaz de denunciar a su pariente ante el Rey y el poder de la Iglesia revelando la existencia del un cuadro prohibido (La Venus desnuda) que Doña Juana le muestra de manera confidencial en medio de su desespero y el temor por causa de los celos hacia su marido.

            Al mismo tiempo, mediante estas acciones se evidencian también otras acciones que son llevadas a cabo por personajes mucho más ligados a la familia cortesana, personajes que aún cuando deberían tener una rectitud moral dentro del Palacio muestran por el contrario los defectos de la Corte, con lo cual se desmitifica la imagen de dichos personajes en quienes se evidencia una falsa moral: Doña Marcela de Ulloa, caracteriza la doblez moral tal como lo ha referido Diego Velázquez ante las insinuaciones que ésta le hace, lo que supone un enjuiciamiento hacia la rectitud moral que Doña Marcela debería tener puesto que tiene a cargo el cuidado de las doncellas de la Corte; por su parte, Angelo Nardi, el otro pintor de cámara, muestra también envidia hacia Velázquez por su pintura, y forma parte de quienes le denuncian ante el Rey; asimismo, El Marqués, quien como ha referido la infanta María Teresa se enriquece a costa del hambre del país; el rey Felipe IV quien descuida su oficio por deleitarse con placeres eróticos, siendo infiel a su esposa ha dado en tener más de treinta hijos naturales.

            De tal manera, los distintos elementos que se presentan a través de las actitudes de los personajes: celos, envidia, manipulación, insidia, traición, venganza, hipocresía; son solo algunos de los aspectos que constituyen la deformación moral dentro del Palacio. Surge la obra dramática como una profunda crítica que pone en evidencia la decadencia moral reflejada a partir de ciertos personajes dentro de la vida palatina.

            Cabe destacar que uno de los conflictos del drama se presenta a partir de la pintura creada por Velázquez (La Venus desnuda), sin dejar de lado el motivo histórico que da vida a la obra, el conflicto presentado alrededor del cuadro famoso “Las Meninas”. De este modo, el referido cuadro de la Venus se recrea como metáfora de mostrar la verdad desnuda del Palacio, es la simbolización del compromiso del personaje con la verdad como parte de su oficio de pintor. Crear el cuadro prohibido se deja ver en tanto acto de rebeldía del pintor ante las injusticias de la Corte, lo cual se muestra como el sentido profundo que se quiere mostrar a través de su cuadro “Las Meninas”, puesto que el mismo guarda, según Velázquez “una de las verdades de Palacio”.

            No obstante, dentro del drama y en relación al conflicto amoroso, el cuadro de la Venus así como el referido viaje del pintor a Italia son elementos que despiertan celos en Doña Juana, siendo éste uno de los temas que se entrelazan para dar vida al drama. Doña Juana piensa que su marido le ha sido infiel con otra mujer, ella se siente desplazada ante las constantes ocupaciones de su marido respecto a la pintura, y más aún, al saber que el cuadro que esconde es el de una mujer desnuda.

            Los celos se presentan en Doña Juana como un temor de perder el objeto amado, ella no hace más que estar pendiente de los movimientos de su marido, la hacen asumir una actitud de sentirse desplazada y vieja “por eso soy más vieja. Las demás aún te miran en la Corte; me consta. Y yo soy... una abuela pendiente de sus nietos”. “Los celos, en ese sentido, pueden ser tanto un desamparo y un sufrimiento como un temor y una angustia”, y donde “el temor de perder el objeto no se comprende aquí más que por la presencia de un  rival potencial o imaginario” (Greimas y Fontanille; 2002: 159). Es de hacer notar que dentro del drama los celos sentidos por Doña Juana son solo celos infundados, puesto que de hecho es Diego Velázquez el personaje que muestra mayor rectitud moral, siendo incapaz de serle infiel a su esposa con alguna otra mujer de la Corte aún cuando, como lo muestra el texto, haya quien se le insinuara.  

            No obstante, Doña Juana actúa en función de su desesperación, ocasión que es aprovechada por Don José Nieto Velázquez, primo del pintor para manipularla e inducirla a mostrarle la pintura, cosa que le había sido prohibida por su marido por tratarse del cuadro con el referido motivo, ya que bien sabía el pintor que estaba prohibido para crearse dentro de la Corte. Es así como a partir de la acción de Doña Juana se desencadenan otras acciones que revelan los caracteres humanos y evidencian la deformación moral de los personajes de la Corte.

            Don José Nieto es movido por la envidia que siente hacia su primo, aunque frente a él y su esposa simule tenerle afecto. Por su parte, Velázquez no le tiene confianza, pues no le ha parecido bien que su primo haya pedido el puesto de aposentador cuando ya él lo había solicitado; acción que muestra el deseo del personaje Nieto por estar en el lugar de Velázquez y que en el transcurrir del drama lo conduce a acusarle frente al Rey por el cuadro que le muestra Doña Juana. La envidia en este sentido es otra de las pasiones presentes en el drama, se inserta como un “sentimiento de tristeza, de irritación o de odio que nos anima contra quien posee un bien que nosotros no tenemos” (Greimas y Fontanille; 2002: 163). Dicho sentimiento se representa en el personaje Nieto y en Angelo Nardi, adquiriendo una profunda carga significante al final del drama cuando Velázquez manifiesta querer pintar a Nieto en su cuadro famoso, donde se alude a éste lleno de rencor por no haber logrado que el poder del Rey castigara al pintor como deseo suyo a causa de su envidia.

            Si bien estas acciones en función de los celos y la envidia se muestran en tanto acciones pasionales de la obra dramática a partir de algunos personajes, en otros, tanto estas como otras acciones  se representan con la intencionalidad de poner en evidencia la deformación moral de personajes pertenecientes a la Corte española, tal como se muestra en Doña Marcela de Ulloa, El Marqués y el mismo Rey Felipe IV, lo que intenta ser una profunda crítica a la realidad histórica y política del momento. Siendo Diego Velázquez a través de sus acciones quien nos muestre las actitudes de deshonra y falsa moral que mediante el protocolo y la etiqueta quieren esconder aquellos que se “honran” de ser “personas de respeto”.

            En Doña Marcela de Ulloa se denuncia lo que Velázquez ha llamado la doblez moral, pues éste personaje, siendo la encargada de guardar la doncellez de las infantas “no quiere guardarse ella” como lo refiere la infanta Doña María Teresa, pues continuamente se mantiene vigilando a Velázquez, lo persigue, se le insinúa. A lo que Velázquez ha dicho: -Señora: vuestra severidad es proverbial en Palacio. De todas las dueñas de la reina nuestra señora, la más intransigente con las conciencias ajenas sois vos. ¿Cómo podríais vos, tan impecable, abandonaros al mayor de los pecados? No puedo creerlo”. Indicando aquí que el mayor pecado es el de la hipocresía, el de mostrar una cara frente a la Corte, mientras que por otra parte se insinúa en la búsqueda de placeres deleitosos queriendo para ello envolver a Velázquez. Por su parte, en tanto éste le desprecia ella le hace una advertencia, especie de amenaza “Guardaos de una mujer despechada”, frase ésta que adquiere sentido tanto en la acción de Doña Juana anteriormente referida, así como en la venganza tomada por Doña Marcela al calumniar a Velázquez y la infanta María Teresa frente al Rey en razón de su despecho por causa de los celos, el rencor y la desesperación ante el rechazo de Velázquez.

            Por su parte, ante las injurias que Doña Marcela ha hecho de su persona, la infanta María Teresa  ha evidenciado que es Doña Marcela quien habla desde la lengua de la experiencia, a partir de sus turbios pensamientos, del pecado; el pecado de perseguir continuamente a Velázquez, tal como ella en ocasiones la ha observado en Palacio; siendo esa otra de las pruebas de su falsa moral, de su hipocresía ante la Corte.  

            Don José Nieto representa también la doblez moral: éste hace insinuaciones a Velázquez simulando que son otros enemigos quienes le van a acusar, es la hipocresía frente a su pariente para luego llevar insidias al Rey junto a Nardi y El Marqués. Por otra parte, Velázquez hace ver que Nieto posee lascivia en su mente ¡Porque no sois limpio Nieto! ¡Sois de los que no se casan pero tampoco entran en religión! Velázquez deja en evidencia a Don José Nieto a quien le acusa de tener lascivia en su mirada y no su Venus quien la posee. A partir de esto, Velázquez deja ver que Nieto ha sido víctima de su propio celo, en su afán por ser fiel a las leyes de la Corte a dado pie a que Don Diego demuestre que es él mismo quien posee el pecado. Velázquez cuestiona la moral de las personas del Palacio, él posee una rectitud moral y constantemente da a entender que personas como Doña Marcela, el Marqués y su primo Nieto no la poseen. Velázquez representa la persona más honrada del palacio y es quien deja al descubierto los errores y deshonras de las personas más “ilustres” de la Corte.

            Desde distintas imágenes metafóricas de la obra dramática se representan aspectos de la decadencia moral de las personas del Palacio; El Rey, al ubicarse en el sueño en el mismo lugar de Nicolasillo Pertusato, es ésta la simbolización de su deformación como figura ejemplar, es la desmitificación de la figura del Rey, pues con los enanos se representa la deformación moral de la época. A partir de cada una de sus acciones, Velázquez refleja la realidad decadente de la España de esos años, donde solo mediante Pedro Briones se muestra la conciencia, pues es este personaje el único que aún estando casi ciego es capaz de comprenderle ante lo que ha querido representar en el cuadro. Este personaje es capaz de ver la tristeza de España dentro del cuadro como contenido profundo e intencional de su pintura.

            En este sentido, la muerte de Pedro significa la muerte de la conciencia, del único ser capaz de ver en medio la oscuridad del Palacio, pues Pedro Briones, además, representa las injusticias hechas al pueblo desde la Corte. Por lo tanto, supone una especie de catarsis para el personaje, pues este era la conciencia  de Velázquez, el otro en quien se podía reconocer y quien era capaz de comprenderle. De esta manera, Velázquez considera que ya no hay motivo para seguir callando.

Velázquez:- Es una elección, señor. De un lado, la mentira una vez más. Una mentira tentadora: solo puede traerme beneficios. Del otro, la verdad. Una verdad peligrosa que ya no remedia nada... Si viviera Pedro Briones me repetiría lo que me dijo antes de venir aquí: mentid si es menester. Vos debéis pintar. Pero él ha muerto. (Se le quiebra la voz). El ha muerto. ¿Qué valen nuestras cautelas ante esa muerte? ¿Qué puedo hacer yo para ser digno de él, si él ha dado su vida? Ya no podría mentir aunque deba mentir. Ese pobre muerto me lo impide... Yo le ofrezco mi verdad estéril. ¡La verdad, señor, de mi profunda, de mi irremediable rebeldía! 

(...)

Velázquez: - Ya no, señor. El hambre crece, el dolor crece, el aire se envenena y ya no tolera la verdad que tiene que esconderse como mi Venus porque está desnuda. Mas yo he de decirla. Estamos viviendo de mentiras o de silencios. Yo he vivido de silencios, pero me niego a mentir.

            A partir de estas acciones, Velázquez decide decir libremente su verdad, guardada desde siempre con lo cual se busca librar al pueblo de tantas injusticias que nadie se atreve a decir o que simplemente nadie advierte por ser seres condenados a la oscuridad, a la ignorancia, a vivir de las mentiras o de los silencios. Frente a esto, el drama nos muestra la profunda significancia que adquiere el personaje de la infanta María Teresa, quien estando a lo largo del drama en la búsqueda de la verdad representa la esperanza del pueblo ¡Que Dios nos bendiga a todos... y a mí me guarde de volverme a adormecer! La infanta María Teresa se representa como la única persona realmente despierta en la Corte, la que no se adormece ante las mentiras del Palacio. Es entonces el de Buero Vallejo un drama de la esperanza, que al mostrar la decadencia de una época de crisis moral y política mantiene vivo el deseo de luchar por la justicia del pueblo.   

Referencias Bibliográficas:

-          Aristóteles. (1987). Poética. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.
-          Buero Vallejo (1960). Las Meninas.
-          Del Toro, Fernando. (). Semiótica del teatro.
-          Greimas y Fontanille. (2002). Semiótica de las pasiones. De los estados de cosas a los estados de ánimo. Argentina: Siglo XXI editores.


Platero y yo: la experiencia subjetiva-trascendente dentro del hecho estético

Lucía Andreina Parra Mendoza

Todo discurso estético surge de la sensibilidad del sujeto enunciante quien refleja en el mismo su representación de la realidad, el proceso de creación artística del discurso lírico se carga de significaciones a través de imágenes metafóricas para crear un universo simbólico mediante la mirada subjetivada del ser sensible en función de representar su realidad particularizada. La expresión sensible de la palabra poética es constante búsqueda de la armonía espiritual; nostalgia del paraíso como la llama Octavio Paz[1], simbolizada por las imágenes construidas desde el ser interior.
El texto “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez (1981), se construye a partir de las imágenes ensoñadas del ser enunciante, las cuales crean una representación de la realidad en función de las isotopías subjetivas que simbolizan los escenarios íntimos del sujeto. La ensoñación como proceso estético construye un universo simbólico que además le permite al sujeto transitar entre dos realidades –pasado/presente-, -infancia/adultez-, dos tiempos enunciativos recreados desde los espacios íntimos del ser; y donde también participa la nostalgia como isotopía subjetiva que desde la ensoñación, transforma la visión para producir el goce estético mediante un sinfín de imágenes metafóricas que por demás construyen un universo de significaciones para evocar el espacio desde la belleza y la tranquilidad que le brinda al sujeto la armonía espiritual.
A este respecto, intentaremos establecer la resignificación del texto poético a partir de los ejes significantes que se fundan como isotopías de la representación íntima del ser a través de un proceso de subjetivación en tanto experiencia estética, esto es, abordar la significancia del texto como expresión del ser desdoblado en el discurso mediante el proceso de interpretación que implica significar los espacios desde lo simbólico. Por lo tanto, recurrimos a la ontosemiótica[2] como metodología que privilegia al enunciante manifestado en la estructuración del texto, y como tal, permite abordar la significancia de los espacios que se simboliza más allá de lo bello y lo aparente; y nos permite indagar el discurso como necesidad subjetiva[3] del ser sensible, quien expresa su realidad subjetivada mediante la metaforización de los referentes.
En “Platero y yo”, los lugares de la enunciación en principio se describen desde tonalidades claras y oscuras, las imágenes poéticas muestran un ambiente de sombras que se representa a partir de diferentes metáforas del texto, como los fragmentos: “El Eclipse”, que a través de la transformación de la luz en oscuridad lo deja todo empequeñecido y triste, o en “Escalofrío”, el cual muestra prados soñolientos de humedad y silencio; y tales tonalidades se representan posteriormente en la imagen del sujeto enunciante a través del fragmento “El loco”, quien se describe a sí mismo vestido de luto, con barba nazarena y sombrero negro, como reflejo de sombras en el espacio de enunciación. No obstante, este mismo fragmento presenta el tránsito hacia un lugar de mayor armonía espiritual, el campo es espacio donde se despliegan los prados en su verdor e inmensidad, y se convierte en lugar de representación de sentido:
Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos - ¡tan lejos de mis oídos!- se abren notablemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan allá lejos, por las altas eras unos agudos gritos, velados, finamente entrecortados, jadeantes, aburridos, -¡el lo…co! ¡el lo…co! (1981: 20).
Ocurre un desplazamiento, un aislamiento del sujeto desde el lugar de las sombras hacia otro espacio que le brinda la armonía espiritual. El enunciante se desplaza del lugar oscuro y triste junto a Platero, se aísla hacia el lugar de la armonización para disfrutar del campo que le brinda la tranquilidad, serenidad, claridad, luz… En todo caso, el texto queda inmerso en un espacio donde la realidad comienza a transformarse, la inmensidad del campo despierta en el enunciante un proceso de transformación espiritual que se despliega en el discurso poético hacia una inequívoca búsqueda de la sublimidad del alma:
Parece, Platero, mientras suena el Ángelus que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia suba a las estrellas que se encienden ya entre rosas… más rosas… tus ojos que tu no ves, Platero y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas (1981: 23).
En este sentido, la vida del enunciante junto a Platero pierde su fuerza cotidiana, lo inmediato es desplazado y cobran vida los elementos del espacio íntimo, donde comienzan a operar las isotopías de lo subjetivo en el campo de la representación, y desde ahí, una fuerza interior se hace más altiva, más constante, más pura; y las metáforas utilizadas a lo largo del texto lírico dan muestra de esta necesidad de representarse desde la interioridad en armonización con los elementos simbólicos que se describen en el campo como lugar de representación en función de la sublimidad y la pureza.
Por lo tanto, a partir de esta búsqueda se representan diferentes imágenes metafóricas desde las cuales se ubica el enunciante para representarse dentro del texto, como ocurre en el fragmento “La Azotea”, lugar que indica altura, y en el cual se posiciona el enunciante para mirar la realidad “como al lado mismo del cielo” (1981: 35), desde allí, todo lo de abajo desaparece: la vida ordinaria, las palabras, los ruidos… todo lo que indique desarmonía desaparece para el enunciante que desde su posición de altura comienza un proceso de contemplación de las imágenes que le son gratas a su corazón.
Mediante dicha contemplación, se crea un proceso de subjetivación de la realidad a través de la ensoñación, es la necesidad subjetiva del ser por representar las imágenes sensibles desde su mirada subjetivada, tal como ocurre en el fragmento “La verja cerrada”:
¡Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella se veían! Era como si una techumbre y una pared de ilusión quitaran de lo demás el espectáculo, para dejarlo solo a través de la verja cerrada…
 …En mis sueños, con las equivocaciones del pensamiento sin cauce la verja daba a los más prodigiosos jardines, a los campos más maravillosos… Y así como una vez intenté fiado en mi pesadilla, bajar volando la escalera de mármol, fui, mil veces, con la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella lo que mi fantasía mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a la realidad… (1981: 37).
Esto es, la realidad percibida desde un proceso de subjetivación como necesidad del ser, que además representa a partir de este fragmento una evocación de la infancia, como un retornar del sujeto hacia sí mismo, pero también, a manera de expresión de la afectividad del espacio a través de la memoria; es la subjetivación de la realidad mediante las imágenes ensoñadas, los paisajes que el enunciante evoca son objetos estéticos transformados desde la realidad percibida a través de la verja como metáfora de ventana que le sirve para mirar la realidad del pasado, y en este sentido, la visión es transformada por la subjetividad del enunciante, que desde la memoria de la infancia representa un estado del ser que le permite construir un universo simbólico profundamente cargado de sentido.
¡Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido! Todo va y viene en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como estampa momentánea de la fantasía… Y anda uno semiciego, mirando tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la carga de imágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta y poniéndola en una orilla verdadera, la poesía, que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada (1981: 86-87). 
Retornar a la infancia es volcar la mirada hacia el interior, es mirarse a sí mismo  desde la necesidad de buscar la pureza del alma en los encantos de la niñez, pues en la adultez solo hay soledad, tristeza... Por lo tanto, son dos tiempos enunciativos que se transfiguran en estados íntimos del ser representados a través de las imágenes poéticas “Las grandes hojas, levemente movidas, del blando árbol viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en una cuna que fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol” (1981: 94). A este respecto, la metáfora de la cuna que se mece representa el movimiento pendular entre dos estados anímicos del sujeto: -sol: luz/alegría y sombra: oscuridad/tristeza-. En esa ambivalencia se mueve la realidad inmediata del sujeto, donde ir al pasado a través de la memoria le permite crear un imaginario como universo simbólico; es un retornar al yo en tanto necesidad subjetiva para recrear los espacios desde el tiempo íntimo.
Y en este proceso se produce el goce estético, la intencionalidad del hecho estético es producir placer desde las imágenes de lo bello, donde a su vez, dichas imágenes son impregnadas de lo sensible, pues la realidad percibida es transfigurada por la visión del ser, ocurriendo entonces una estética del sujeto[4], el estado del ser transforma su visión transfigurando la realidad desde la mirada subjetivada, la realidad la hace suya y las imágenes metafóricas se hacen eco de su interioridad. Las imágenes poéticas que se concatenan para significar los espacios de la interioridad del ser son significadas más allá de la realidad inmediata para cargarse de un significado profundamente simbólico.
El sol le da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros contemplan arrobados (…)
-Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su mano mi alma” (1981: 57-58).

Las metáforas de los remansos de agua tienen una carga significante para el yo poético, desde el texto, la imagen del agua se refleja como una especie de fuente donde el enunciante busca reflejar su alma. A decir de Bachelard (1978), el agua es uno de los símbolos arquetípicos del alma, y en el texto, esta imagen se refleja en función de la pureza y la transparencia. En este sentido, el enunciante busca significar la transparencia de su alma pura como sentido simbólico a través de las distintas imágenes que se significan en el texto poético “Mira esta rosa, tiene dentro otra rosa de agua, y al sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se queda mustia y triste, igual que la mía” (1981: 138).
Las imágenes de lo bello representadas en el paisaje se proyectan hacia lo sublime como procedimiento estético y se cargan de un profundo sentido simbólico a partir de la sensibilidad del ser. El paisaje es objeto estético pero ocurre posteriormente una estética del sujeto a través del estado en que queda éste sumido por el esplendor que le brinda la naturaleza, que sin duda es un momento de armonización y reencuentro consigo mismo, donde además, observa la realidad en función de la trascendencia:
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. (…).
El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño, ruidoso y monumental. Se dijera a cada instante, que vamos a descubrir un palacio abandonado… La tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita, pacífica, insondable… (1981: 33).
En este sentido, lo sublime como particularización de la realidad establece un proceso de conversión hacia el hecho trascendente, el procedimiento estético describe lo bello en función de lo impregnado a ello por el sujeto, las isotopías de lo subjetivo son exaltadas desde la mirada del enunciante; es lo sublime que se carga de las formas de lo bello.
La necesidad de reencontrar la alegría, la vida, el sentimiento de la vida verdadera se refleja a través de las imágenes poéticas simbolizadas desde el hecho estético, y donde principalmente adquiere significancia la imagen de Platero, que además de ser el amigo paciente y reflexivo, amable, tierno; trasciende las características de un simple asno para convertirse en objeto subjetivado. Desde lo simbólico, Platero es imagen cargada de sentido para el enunciante, tal como se refiere en el fragmento “El vergel”, donde el yo poético mira más allá de su imagen física porque para su conciencia subjetiva[5], éste representa algo más que un simple burro, Platero es objeto afectivizado/subjetivado cargado de un profundo sentido simbólico en tanto que representa la proyección del alma del sujeto.
Pero además, desde la descripción inicial de Platero “tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…” (1981: 15), la imagen simboliza la conexión con el mundo primordial –la infancia-, pues Platero es imagen subjetivada que permanece en el tiempo como el “amigo del viejo y del niño” (1981: 72), por ello, Platero se convierte en una especie de puente conector entre ambos espacios/tiempos de enunciación, trasciende sus características físicas para convertirse en objeto subjetivado “Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste tantas veces mi alma, -¡solo mi alma!-”. (1981: 155). En todo caso, Platero representa la proyección del enunciante significado como un alma pura y noble, y hacia esa significancia se dirigen las imágenes metafóricas del texto en tanto búsqueda de la armonía espiritual como necesidad subjetiva del ser enunciante.
Platero es imagen que se mueve entre la evocación y la realidad inmediata; desde las imágenes exaltadas del pueblo moguereño y el recuerdo de la infancia, Platero se convierte en la corporeización de la nostalgia a partir del cual se evocan las vivencias del corazón del yo poético que han sido transfiguradas desde la realidad subjetivada para aprehenderlas en su memoria y mantenerlas vivas en el tiempo.

Referencias bibliográficas:
·         Bachelard, G. (1978). El agua y los sueños. México: Fondo de Cultura Económica.
·         Greimas, A. J. (1987). De la imperfección. México: Fondo de Cultura Económica.
·   Hernández, Luis. J. (2013). Hermenéutica y Semiosis en la red intersubjetiva de la nostalgia. Mérida: Vicerrectorado Administrativo, Universidad de Los Andes.
·         Jiménez, J. R. (1981). Platero y Yo. México: Editores Mexicanos Unidos.
·         Paz, Octavio. El arco y la lira.




[1] Paz, Octavio. El arco y la lira.
[2] Esta acepción la maneja Luís Javier Hernández Carmona (2013) como propuesta metodológica que privilegia al ser sensible expresado en consonancia con la estructuración del texto, y lo enfoca desde los planos subjetivos como espacio de enunciación; y tiene como fundamentales isotopías de análisis la intrasubjetividad y la intersubjetividad.
[3] Esta categoría es manejada por Luis Javier Hernández Carmona (2013) para referir a las representaciones del sujeto que surgen de la sensibilidad y se exteriorizan para expresar la realidad subjetivada desde los lenguajes simbólicos revelando la representación de lo patémico en la necesidad de significar en el mundo.

[4] Greimas, A. J. (1997). De la imperfección.
[5] Hernández Carmona (2013)